SIMPLEMENTE LA MEJOR ENTREVISTA QUE HE LEÍDO Y, COMO LO ANUNCIA LA EDITORIAL -ESCRITA AL NIVEL DE LA ENTREVISTA-, ES DIFÍCIL PENSAR EN UNA MEJOR... LOS CRÉDITOS SON PARA mónica gonzález Y juan andrés guzmán, DEL the clinic.
Gloria Gaitán fue elegida por Allende para cumplir su último deseo: tener un hijo que prolongara su historia. Un hijo hombre. La decisión la tomó en los últimos meses de su gobierno, cuando ya había decidido que no abandonaría La Moneda vivo. Gloria aceptó la propuesta porque se enamoró de él y porque vio en Allende la reencarnación de su padre, el legendario José Eliécer Gaitán, cuyo asesinato en 1948 desató la violencia en Colombia. Cuando supo que ella estaba embarazada, Allende comentó eufórico a uno de sus amigos: “ese niño va a ser hijo de Allende y nieto de Gaitán”. Gloria intentó cumplir ese último deseo como si fuera una misión. Hoy tiene 70 años y aún le duele no haber podido hacerlo.
Varias versiones existen sobre lo que hizo Salvador Allende el domingo 9 de septiembre de 1973, a 48 horas del Golpe de Estado. Se sabe que durante la mañana recibió a Pinochet, quien aún le juraba lealtad como comandante en jefe del Ejército, acompañado por el general Orlando Urbina, el que se decía un ferviente partidario de Allende y que pronto se convertiría en aliado del dictador. También tuvo una entrevista con Luis Figueroa, el presidente de la entonces poderosa Central Unitaria de Trabajadores, una de sus principales bases de apoyo. Pero ¿dónde estuvo Allende el resto de ese día clave? Treinta y cuatro años después del Golpe encontramos a la mujer que compartió esas horas con Allende. Se llama Gloria Gaitán y es la hija del principal caudillo liberal colombiano, cuyo asesinato hizo estallar la peor noche de violencia que conoció Bogotá en el siglo XX. Hasta ahora Gloria nunca había revelado el secreto que la llevó a ser protagonista de un domingo histórico. Un capítulo que los autores de esta crónica confirmaron con otros testigos.
Gloria, ¿es usted la mujer que estuvo con Allende parte de la jornada del domingo 9 de septiembre de 1973?
-¿Quién se lo dijo? ¿Víctor Pey?
Lo tengo confirmado, porque es un tema relevante qué hace Allende cuando le quedan menos de dos días de vida. Los relatos sobre esas horas son contradictorios. Y usted estaba allí...
-(Profundo sollozo)
¿Cómo fue que llegó a Tomás Moro precisamente ese domingo? ¿Por una historia de amor?
-No, la mía no es una historia de amor… Yo estaba ahí porque le pedí que me invitara... Nosotros nos veíamos muchas veces por la noche en Tomás Moro. Yo formaba parte de un pequeño grupo muy cercano a él, en el que estaba Víctor Pey, su mejor amigo, el de más confianza; Danilo Bartulín (su médico personal) y Joan Garcés (su principal asesor). Nos reuníamos después del trabajo y hablábamos de muchas cosas, no sólo de la situación política. Durante esas noches, por ejemplo, Allende se empeñó en enseñarme a jugar ajedrez. Le parecía muy importante para alguien que hace política saber ese juego. Y nos quedábamos charlando hasta las 2 ó 3 de la mañana. Pues resulta que una vez le dije que yo nunca lo había visto a la luz del sol. “Siempre nos vemos de noche”, le reclamé. Fíjese que fue la única vez que le hice una petición. Y Allende decidió invitar a mis hijas –María y Catalina- a almorzar el domingo 9 de septiembre a Tomás Moro. Fue muy lindo: las sentó en la mesa a su derecha y a su izquierda y les anunció que ese almuerzo era para ellas. Les hizo un paseo por Tomás Moro y les regaló un hongo de madera, una matrioschka rusa y otras cosas.
¿Quién más estaba en ese almuerzo?
-Víctor Pey y una chica colombiana de apellido Rubiano, muy reaccionaria, la que estaba en mi casa por esos días de manera accidental. No me acuerdo de más nadie.
¿Cómo lo vio ese día?
-Él amaba la vida como no he conocido a nadie. Se veía tranquilo, se dedicó a mis hijas… Mire, me impresionó mucho el día en que vi en su mesita de noche un frasco de Valium. Porque él nunca evidenciaba sus nervios.
¿A qué hora se fue de Tomás Moro ese domingo?
-Como a las 4 ó 5 de la tarde. Fue una jornada larguísima, incluso paseamos por el jardín. Él me pidió que volviera a la noche porque él se fue a la finca del Cajón del Maipo (El Cañaveral, la casa donde vivía La Payita) Y regresé como a las 8 de la noche a Tomás Moro: él no había llegado todavía. Lo esperé. Y jugamos ajedrez...
¿Qué pasó entonces?
-Mientras hablábamos en la biblioteca vimos que había salido la primera flor del cerezo que estaba junto a la ventana. Allende me dijo, “yo no veré florecer este cerezo”. Estaba absolutamente consciente de que el Golpe estaba cerca y que su muerte era inevitable... Allende nos decía que moriría sentado en la silla presidencial, que pelearía y no saldría vivo de La Moneda. Yo le decía “Chicho, los muertos solo le sirven a los más vivos. Es posible que si mueres sea más heroico, pero tú exiliado le servirás mucho más a tu pueblo porque podrás catalizar a la gente y tumbar al militar que va a dar el Golpe. Esa noche me arrodillé frente a Allende rogándole que no se dejara morir. Fue el último día que lo vi.
“No me acuerdo en qué momento me enamoro... Pero sí recuerdo como si fuera hoy el día en que me llevó al departamento de Carlos Altamirano…”
¿No se vieron el lunes antes del golpe?
-Yo estaba invitada a comer en Tomás Moro, pero le avisé que no iría porque a mis hijas les habían robado su bicicleta y estaban muy alteradas. “Diles que no importa, que yo les regalo otra bicicleta”, me dijo Allende. No, le dije, no es así, porque van a creer que todo les cae del cielo. “Acaso yo no te caí del cielo”, me respondió… Fue la última vez que hablamos.
Gloria, ¿por qué llora usted a los pies de Allende?
-... Porque le tenía un inmenso afecto y una entrega total. Yo hubiera entregado mi vida si hubiera servido para que él se salvara.
¿A ese punto llegaba su entrega a Salvador Allende?
-Sí. Una noche de agosto estábamos frente al tablero, y como a las 9 vinieron a avisarle que habían llegado los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas. Él me hizo entrar a su habitación y me pasó un librito de Mafalda. Y cuando los militares se fueron, Allende entra y me dice: “Te tienes que ir para Colombia porque el Golpe va a ser pronto”. “No -le contesto- mientras haya problemas en Chile yo no me voy”. “Si no te vas ahora, no te vas a ir nunca para Colombia”, me advierte. Y yo le pregunto: “¿Es un general o son todos los que van a liderar el Golpe?”. “Es uno solo”, respondió. Y me estoy escuchando cuando le digo: “Si tú quieres yo lo mato”. Usted no sabe cómo se descompuso. Nunca lo había visto así. Me sentó sobre la cama mientras yo le pedía que no se alterara, que sabía que yo también moriría si hacía algo así. Y lo estoy escuchando decirme con el rostro aun descompuesto: “¡No es eso lo que molesta, es que si tú lo matas, entonces qué nos diferenciaría de ellos!”. Y entendí que en ese momento él se estaba condenando a muerte. Porque otro hombre me dice que vaya y lo mate para protegerse él… Creo que todos los que rodeábamos a Allende pensábamos que íbamos a morir. Recuerdo que en esos días llamé a mi mamá y le digo: el Golpe es para estos días y voy a mandarle a las niñas a Bogotá, pero yo me quedo. Furiosa, ella me dice: “¡Te quedas! ¡Y sabes que vas a morir!” Sí, le digo, es lo más probable. “Sí, pero antes de morir debes matar a varios”. Esa era mi mamá, una mujer rebelde y con mucho carácter.
Usted estaba dispuesta a matar por él…
-Lo hubiera hecho sin dudar. Siguiendo mi costumbre en Colombia, yo entraba siempre a las reuniones armada, porque tenía un revólver que me había dado Allende, uno que le regalaron en la Unión Soviética cuando le dieron el Premio de la Paz. Seguramente no habría sabido usarlo, pero estaba dispuesta a eliminar a quien quería encabezar el Golpe.
¿Cómo definiría la relación que había entre ustedes?
-Yo le tenía una lealtad enorme…. Creo que yo era su paño de lágrimas. La Payita, era su amor, su compañera. Yo nunca lo contradije. Vi a Allende como la reencarnación de mi papá, la oportunidad de ser lo que nunca pude ser con él: su compañía, el desahogo, una tumba en lo que me decía.
Y cuando ese domingo se arrodilla y le pide que no se mate, ¿usted está hablándole también a su padre?
-Sí, porque mi padre, sabiendo que corría riesgo su vida, no se dejaba cuidar. Cuando le hacen el atentado él alcanza a ver al asesino y se lanza hacia él. Si se hubiera botado al suelo habría sobrevivido. Yo hice con Allende lo mismo que le decía mi mamá a mi papá: que se cuidara, que se tomara el poder a la fuerza… Todo el mundo saca la conclusión amorosa…
Ustedes comían muchas veces juntos, ¿por qué la necesitaba a su lado?
-... Creo que cumplía el papel de bálsamo, porque a diferencia de lo que es mi carácter -muy fuerte- entonces yo hacía todo lo que él decía y quería. Si yo estaba muerta de cansancio y me decía “vente para Tomás Moro”, yo dejaba a mis hijas y cualquier cosa que estuviera haciendo. Recuerdo que yo trabajaba en Odeplan y hacíamos turnos de guardia en las noches por miedo a que los momios llegaran a quemar papeles. Y habiendo pasado la noche en blanco sólo añoraba mi cama. Pero timbraba el teléfono y el Chicho me decía “ven a comer”... Nunca le dije que no, salvo el día antes del Golpe... Con Allende fui muy complaciente. Nunca he sido tan plástica, tan dúctil, tan entregada a una persona como lo fui con él. Estaba ahí para darle gusto. Me imagino que es eso lo que les enseñan a la geishas para complacer al otro.
“Subimos a la terraza y vimos cuando pasan los aviones y sueltan las bombas sobre la moneda. Había allí una señora que dijo “ah, ya mataron a ese bellaco”. Sin pensarlo me arrojé sobre su cuello. Si no nos separan, no sé qué le hago”.
HIJO DE ALLENDE, NIETO DE GAITAN
¿Cuándo llegó a Chile?
-En enero del ‘73. Me acababa de separar y a pesar de ser economista, no había podido conseguir trabajo en Colombia. Entonces fui al colegio de mis hijas (Alianza Francesa) a decirles a los directivos que no podía seguir pagando y que las retiraba. Cuando se enteraron los padres, se ofrecieron a ayudarme. Uno de esos apoderados era el embajador de Chile en Colombia (Julio Barrenechea), quien le contó a Allende que la hija de Gaitan estaba en muy mala situación económica, que no encontraba empleo. Así fue como me invitó a trabajar a Chile y entré a Odeplán.
¿Por qué hizo eso Allende?
-Es que nos habíamos conocido en La Habana en 1959, cuando se hizo el primer festejo del 26 de julio. Ahí conocí a Allende y a Lázaro Cárdenas (Presidente de México entre 1934 y 1940). Allende era muy amigo de Antonio García, el fundador del PS colombiano.
En esos años allende no era una figura relevante.
-Para mí sí lo era. Mi ex marido, Luis Emilio Valencia, era el vicepresidente del Partido Socialista colombiano y me lo mencionaba permanentemente. Ellos se escribían. Él decía que Allende sin duda iba a ser Presidente de Chile. Y en ese momento me emocionó mucho más conocer a Allende y a Cárdenas que al Che, al que también me presentaron. Charlamos un rato, elogiaron a mi papá y después se intensificó la comunicación escrita con Allende.
Y en 1973 se viene a Chile a trabajar a Odeplán.
-Si. Ahí hacía un trabajo que no me parecía positivo. Había un economista ruso que estaba preparando un modelo económico a largo plazo... Imagínese, ¡a largo plazo!.... Allende también me encomendó varios trabajos de índole económica, mi especialidad. Yo iba a muchas reuniones y le enviaba informes.
¿Cuándo vio a Allende en Chile por primera vez?
-Es extraño, no me acuerdo… Yo llegué a la casa de Joan Garcés y probablemente él me llevó a Tomás Moro. Sí recuerdo el día en que me dice que Carlos Altamirano (entonces secretario general del PS) le había prestado su departamento y que él me lo va a prestar a mí y me lleva a visitarlo. Al entrar al departamento él hizo un gesto muy lindo: se quita el revólver que llevaba con él y lo pone en una mesa. Ese desarmarse me conmovió mucho. Después, salimos al balcón, y nos paramos allí un rato. “Espero que en Santiago no vaya a sufrir lo que he sufrido hasta ahora”, dije. “¡Te prometo que haré que no sufras!”, me contestó. Fue un momento muy lindo.
¿Cómo se inicia su relación sentimental con Allende?
-Yo no tuve relación sentimental con Allende… ¿Quién le dijo eso? ¿Víctor Pey? Yo no fui su gran amor… Su gran amor fue La Payita.
Pero sí tuvo una relación sentimental con él y por eso estaba con Allende almorzando el 9 de septiembre en Tomás Moro, en medio de la crisis. Y estaba con sus hijas porque había otro factor muy importante que se agregó a su relación. Si sigo hablando le voy a recordar cosas muy dolorosas…
-…lo que menos me duele son las cosas dolorosas…Nadie le puede decir que Allende me amó. Nadie se lo puede decir… Porque no es verdad… Yo a veces pienso mucho sobre las últimas versiones de María Magdalena, cuando dicen que ella tuvo un hijo con Jesús. La gente no puede entender lo que es una entrega total a un ser a quien se idolatra y al que se protege más de lo que uno puede proteger a un hijo. Esa entrega no la pueden hacer sino las mujeres.
¿Eso fue lo que le pasó a usted con Allende?
-Sí…
¿Y por eso aceptó tener un hijo de Salvador Allende? Porque él le dijo en agosto de 1973 a uno de sus amigos más estrechos que iba a ser padre de un hijo que sería nieto de Jorge Eliécer Gaitán e hijo de Salvador Allende. Usted esperaba un hijo de Allende en 1973…
-El único que le podía haber dicho algo así era Víctor Pey… ¡Quién le dijo eso! Pero esa frase que usted me repite…
No fue Víctor Pey. Pero esa frase es la misma que Allende le dijo a usted cuando supo que estaba embarazada: vas a tener un hijo de Salvador Allende y nieto de Jorge Eliécer Gaitán…
(Profundos sollozos. La entrevista se interrumpirá durante más de una hora. Cuando ya en Bogotá la luz se ha ido, lentamente y con una voz muy distinta Gloria aceptará continuar).
-No entiendo cómo usted sabe esa historia. Allende no puede haberla contado a nadie más que a Víctor Pey, porque lo hizo en mi presencia... No fue un embarazo no deseado. Allende quería tener ese hijo. Él sabía que iba a morir y fue la forma de seguir viviendo, en un hijo. ¡Pero cómo pudo usted saberlo! Por eso cuando llegué a Bogotá, mi mamá me estaba esperando en el aeropuerto y me dijo: “esto es peor que la muerte de tu papá”. Ella era la única que sabía que yo estaba embarazada. Se lo escribí desde Chile. Mi mamá guardó todas las cartas, pero no las he querido leer. Las han leído mis hijas... Yo pensé que el único confidente que Allende tenía de sus cosas más íntimas era Víctor Pey. Porque en Tomás Moro lo vi muchas noches junto a Joan Garcés y Danilo Bartulín.
¿Qué la sedujo de Allende? Porque conociendo su vida, no fue el poder.
-Claro que no fue el poder. Es muy difícil decir qué me sedujo de él porque no es una cosa de la razón, sino de la emoción. Verbalizar sentimientos es muy difícil. No me deslumbraba intelectualmente…
Su ex marido sí la conquistó con su intelecto, ¿no es verdad?
-Yo me casé con Luis Emilio porque no me sentía capaz de manejar la herencia política de mi papá. Y ya casados me enamoré de él porque era un hombre muy vital y agradable. Podía estar en una casa de campesinos sintiéndose muy cómodo comiendo un sancocho en el suelo y también podía ser sibarita. Es de una familia muy distinguida y tiene porte de príncipe. En cualquier condición encontraba el poema adecuado. Era muy divertido e inteligente. Yo me enamoré mucho estando casada, pero me casé con la cabeza.
¿Allende la sedujo por la fuerza que transmitía?
-Es que no me acuerdo en qué momento me enamoro... Recuerdo como si fuera hoy el día en que me llevó al departamento de Carlos Altamirano. También el día en que me trató de “usted”. Me asombré mucho y le pregunté “¿qué te pasó conmigo, ¿por qué no me tuteas?”. Y me explicó que en Chile cuando se vuelve al usted en una relación, es por afecto. Y ya no me volvió a tutear.
Él la llamaba “Indiecita” ¿por qué?
-Porque soy muy púdica y entonces él me preguntaba por qué era así. Y yo le decía que el origen estaba en mi cultura indígena: “Las indígenas somos púdicas”, Yo era muy tímida con él. No hacía nada que no fuera de su agrado. Un día llegó a Tomás Moro. Yo estaba mirando un partido de fútbol de Colo Colo por TV. Se me habían roto mis anteojos y me había puesto unos muy feos. Me miró y me dijo: “El primer deber de una revolucionaria es verse bonita, ¡y te ves feísima con esos anteojos!”. Yo no tenía plata para comprarme otros de manera que no usé más esos anteojos a pesar de que cuando encendíamos la TV no veía nada. Yo no quería que nada lo perturbara. Me había transformado en otra persona. Nunca le dije que no recibía dinero por mi trabajo en Odeplán, que a veces pasábamos hambre con mis hijas. Nunca lo supo...
¿Se lo ocultó por orgullo?
-Por no molestarlo. Me acuerdo que un día Allende me dijo: “yo no hago más que invitarte a comer y tú nunca me has invitado a tu casa. Invítame a comer”. Y yo le dije, “pero Chicho, yo no tengo mesa de comedor”. “Yo te la mando”. “Pero yo no tengo vajilla, tengo solo tres platos”.
Usted asesoraba al presidente y vivía tan precariamente.
-Totalmente. Porque, pese a la oferta de Allende, la Contraloría no había aceptado mi contratación. Entonces vivía en una situación de indigencia y gracias a lo que me prestaban los amigos: Joan y Vicente Garcés y José Luis Roca, un amigo boliviano diplomático y casado con colombiana (ex embajador, ex ministro y ex senador). Entonces Allende me dijo “yo llevo la vajilla y la comida. No tienes excusa”. Y lo hizo. Nos estábamos sentando a la mesa cuando entró muy alterado un muchacho del Gap y le dijo que acaban de matar a su edecán naval. Esa noche estábamos comiendo Allende, el jefe del Gap (Bruno Blanco), Danilo Bartulín y yo. De inmediato Allende se fue y la comida quedó ahí.
El edecán naval de Allende, Arturo Araya Peters, fue asesinado la noche del 26 de julio de 1973 por Patria y Libertad. Allende estuvo en la embajada cubana para la conmemoración del aniversario de la revolución, ¿y después se fue a su casa?
-Así fue. Por eso al día siguiente Allende me llamó: “Indiecita, le quiero pedir autorización para decir en el Consusena (el Consejo Superior de Seguridad Nacional) que el jefe del GAP estaba conmigo en tu casa. Porque están diciendo que él mató al edecán naval y tú eres testigo de que en ese momento él estaba contigo”. Por supuesto que puedes decirlo, le contesté. “Pero eso significa que los militares van a saber que yo como en tu casa. Ahora vas a tener que cambiarte. Vente a vivir a Tomás Moro con tus hijas –dijo-, aquí estarás protegida”. Le respondí que no. Las cosas se arreglaron de otra forma. Porque mi amigo boliviano, José Luis Roca, estaba buscando una casa más grande para irse a vivir con su familia y encontró una muy bella y pequeña que le arrendaban amoblada. Entonces decidimos que yo me iría a la casa pequeña y José Luis a la de Américo Vespucio. Me mudé poco tiempo después del asesinato del Edecán Araya. Ese cambio me salvó la vida.
DESPUÉS DEL GOLPE
¿Qué pasó con usted el día del Golpe?
-En la madrugada del martes me llamó una amiga judía, Sara, que trabajaba en el Ministerio de Educación. Eramos muy amigas. “Acabo de escuchar por radio que están saliendo a la calle los tanques en Valparaíso, ¿qué sabes?”. No tenía idea. Yo llamaba todos los días a Salvador Allende entre 8 y 8:15 de la mañana. A esa hora ya había leído los periódicos y le hacía un resumen. Ese martes muy temprano lo llamé. Y me contestó Víctor Pey. ¿Es muy grave?, le pregunté. Su respuesta fue: “Es definitivo, y el doctor me pidió que lo llames a su teléfono directo en La Moneda”. Lo llamé a La Moneda. Me contestó un compañero del GAP quien me dijo que el compañero Allende iba a pasar por ahí en un instante. Pasó mucho tiempo. Quizás no fue tanto pero a mí me pareció muy largo y yo no tenía derecho a estar copando su teléfono privado en esos instantes críticos. Colgué. Mi amiga Sara me recogió y nos fuimos a Odeplán. Mi oficina ya estaba tomada por el Ejército. Nos fuimos al Ministerio de Educación, subimos a la terraza y vimos cuando pasan los aviones y sueltan las bombas sobre La Moneda. Había allí una señora que dijo “ah, ya mataron a ese bellaco”. Sin pensarlo me arrojé sobre su cuello. Si no nos separan, no sé qué le hago. La señora se fue y Sara y yo también nos fuimos. Llegamos a mi casa. Mis hijas ya estaban allí. Puse en la ventana un retrato de Allende con una bandera negra. Y mi barrio era muy reaccionario.
¿En qué momento se enteró de que Allende estaba muerto?
-No lo recuerdo. Pero ya sabía qué iba a pasar. Estaba preparada por Allende y tan segura de que el día que llegara el Golpe él moría en La Moneda, que el que me contestara Víctor, desde la habitación de Allende, hizo que en ese momento lo diera por muerto. Pero el dolor no viene enseguida. Es como si una estuviera anestesiada. Una herida que no cierra... Al día siguiente, el 12, me llama mi amigo boliviano José Luis Roca y me dice: “El Ejército te está buscando, tienes que irte a la embajada de Colombia, después te cuento”. Y colgó. Yo no me fui. Después me enteré que el 11 de septiembre llegaron tempranísimo los militares a buscarme a la casa que había ocupado en Américo Vespucio y en la que vivía Roca, quien les dice: “Yo no conozco a esa señora”. A pesar de que lo amenazan, Roca no dice dónde estoy y les dice a que se estaban metiendo en un lío porque él era diplomático boliviano, contrario al gobierno de Allende. Lo llevaron a un cuartel, lo pusieron desnudo junto a unos brasileños y les echaban chorros de agua fría. Cuando amaneció, un coronel lo autoriza para ir hasta su oficina custodiado por militares a buscar su pasaporte diplomático. Ahí lo sueltan y José Luis de inmediato me llama… Ese día 12 también me llama Joan Garcés: “Gloria, te tienes que ir a la embajada de Colombia”. ¡Jamás!, le respondí. “No es un consejo, es una orden, te lo ordena el partido”, replicó. Y yo que en ese entonces creía en la disciplina partidaria, obedecí. Ya unos amigos habían venido a buscar a mis hijas para llevárselas a una finca fuera de Santiago. Pasé donde la vecina, hermana del dueño de la casa que arrendaba, y le dije: señora, quien realmente tiene arrendada su casa no es José Luis Roca, sino yo, y me están buscando. Si llegan a localizarme le van a destruir la casa a su hermano (un diplomático que estaba en Inglaterra). Y agregué: “A usted le conviene llevarme a la embajada de Colombia en su automóvil”. Ella accedió. Cogí una maleta pequeña y eché allí todos los regalos que me había dado Allende.
¿Qué regalos?
-Tres ponchos, para mis hijas y para mí, con una tarjeta que decía “para que sientas el calor del pueblo chileno”; un collar de caracoles blancos mapuche que traía buena suerte; una pulsera que hacía juego con un collar de Marruecos; un radio-grabador y una casete con un discurso que desafortunadamente me robaron y donde él citaba a mi papá. Cuando me lo regaló me dijo que debía escucharlo después que muriera. Me lo entregó con una tarjeta que decía “aquí o desde el más allá yo siempre te hablaré”… Eché todo en esa maleta: cartas, tarjetas y regalos y se me olvidó poner cepillo de dientes e incluso ropa para cambiarme. ¡Nada útil puse! Me metí en el baúl del Renault de mi vecina y llegamos a la embajada.
¿Qué ocurrió en la embajada?
-Estaba Enrique Santos Calderón, quien fue director del diario El Tiempo de Bogotá, y el embajador Juan B. Fernández, que se decía liberal y hoy es dueño del periódico El Heraldo de Barranquillla. Yo pido asilo y el embajador me dice: “Yo no la recibo porque soy partidario de los militares, usted váyase a la calle”. Y el cónsul, Octavio Calle, dice: “Embajador, usted es el jefe de la misión, pero tendrá que pasar por encima de mi cadáver antes de que esta señora salga, porque si ella sale la matan”. El embajador insiste en no dejarme entrar. Se inicia una tremenda discusión. Enrique Santos también interviene en mi favor. Y Octavio Calle dice: “Voy a llamar al Presidente Pastrana”. El Presidente se comunica con el embajador y le da la orden de que me haga entrar. Y comienza a llegar gente pidiendo asilo y el embajador no los dejaba entrar. Intervengo de nuevo diciéndole al embajador que no puede cerrarles la puerta, forcejeamos y yo terminó abriendo la puerta y entran uruguayos, brasileños, paraguayos, argentinos, colombianos (hubo más de mil refugiados en la embajada de Colombia).
¿Cuándo logra usted regresar a Colombia?
-Un día llega un coronel colombiano de apellido Rodríguez y dice: “El Presidente Pastrana mandó un avión para recoger sólo a los colombianos porque a todos los demás los van a devolver a sus países”. Yo le digo. “¿No sabe lo que significa eso? Hay dictaduras, es la muerte segura para ellos”. Gustavo Salamea, pintor, hijo de la crítica de arte Marta Traba y de Alberto Salamea, ex periodista y ex embajador, dice “hagamos una huelga”. Y la hicimos diciendo no nos vamos para Colombia si no se llevan también a los asilados de otros países. El coronel Rodríguez dice: “Este avión ha venido a salvarla a usted y a sus hijas, que otros quepan en el avión es otra cosa, pero el Presidente Pastrana necesita que usted llegue viva a Colombia”. Mi respuesta fue: yo no me voy si no llevan a los demás. La huelga duró varios días hasta que el coronel Rodríguez me dice: “El Presidente le manda a decir que le promete que manda otro avión para que saque a toda la gente aquí asilada, que vayan primero los colombianos porque no caben todos”. Hablé con Pastrana por teléfono. Me dio su palabra de Presidente y le creí. El coronel Rodríguez organizó la salida. Mi cumpleaños es el 20 de septiembre y yo lo pasé en la embajada, en la huelga. El embajador nos dijo que los militares no nos dejarían sacar nada y nos informó que ponía a nuestra disposición un container de madera que él enviaría en el avión como valija diplomática para que nosotros metiéramos todas nuestras pertenencias. En el apuro, se me rompió mi collar de caracolas blancas, cuando terminé de recogerlas ya el container estaba cerrado. Ahí el embajador dijo: “Yo digo que esta maleta también es valija diplomática”. Íbamos en medio del vuelo cuando el hombre de la Cruz Roja nos dice que los militares habían despedazado el container. Con angustia pregunté por una maleta saxoline negra y pequeña. “Sí, claro, también la destrozaron”. ¡Había perdido todo! Por la noche, ya en Bogotá, en el departamento de mi mamá, golpean a la puerta. Y veo entrar al coronel Rodríguez. Yo corrí el riesgo y le di las cartas de Allende al coronel para que él me las sacara. Y él me entrega mi maleta y me dice: “Yo tenía una maleta igual a la suya, y cuando vi que estaban rompiendo todo, y sabiendo que allí usted había puesto los regalos de Allende, tomé la suya y dije que era mi maleta y dejé que destrozaran la mía. Lo hice porque tenía una deuda con su padre. Él me dio la beca para estudiar derecho, soy lo que soy gracias a él”. “¿Y dónde están las cartas?”, le pregunto. “Esas sí que me las quitaron”, dijo. Me puse lívida. Y cuando él vio que estaba descompuesta, sacó el fajo de cartas desde el interior de su chaqueta, me las pasó y dijo: “Ahora estoy en paz con su papá”.
EN COLOMBIA
Al regresar a Colombia, ¿le costó rearmar su vida?
-Estaba en una situación económica muy precaria. Mi mamá no era rica y tuvo que hacer un gran esfuerzo para mantenernos a mí y a mis hijas. Pero muy luego me incorporé a la vida política de mi país. Debí parar cuando los asesinatos a los gaitanistas continuaron con más fuerza. No quise ser responsable de más muertes.
¿Qué pasó con el hijo que esperaba?
(Nuevamente la entrevista se interrumpe. Pasa más de una hora antes de que ella pueda sacar la voz y empezar con dificultad a relatar lo que ocurrió un día de octubre de 1973 cuando caminaba por una calle de Bogotá. Recuerda que no lloró ni el día del Golpe ni los posteriores. Pero el torrente estalló el día en que sintió que algo caliente corría por sus piernas. No quiso mirar. Se apoyó en la pared. Un dolor agudo en el vientre le confirmó su peor pesadilla. El hijo de Salvador Allende que ella llevaba en su útero se le escapaba en un hilito de sangre. Y miró a su alrededor…)
-Fue un golpe muy duro… Yo iba pasando por Carrera 13, muy cerca de la Clínica de Marly, cuando sentí que me corría algo por las piernas… Me regresé para ir a la clínica y al levantar los ojos vi el aviso que decía “ginecólogo” y era de apellido Gaitán. Estaba justo al frente de su consulta, no sé si todavía está ahí… No dudé, entré, subí y el doctor me atendió de inmediato….(El relato se vuelve a interrumpir. Cuando recobra el aliento recuerda la imagen más trágica de la jornada: el basurero de plástico verde donde quedó el feto del hijo de Salvador Allende y nieto de Jorge Eliécer Gaitán. Es en ese momento cuando Gloria estalla en sollozos)-Lo increíble es que después yo sentí que seguía embarazada… Como si fuera un proceso en que yo no hubiera llegado a dar a luz… A pesar del golpe tan tremendo…
Usted me dijo que ese hijo no fue casual, y que allende incluso le dijo a uno de sus amigos que cuidara de él, que él le pidió tener ese hijo cuando se dio cuenta de que el Golpe era inevitable y tomó la decisión de morir defendiendo la democracia.
-… Así fue. Fue Allende quién lo decidió y en ese momento, cuando toma la decisión de morir defendiendo la Constitución y piensa que una manera de prolongar su vida es con un hijo… Además, le parecía un milagro que fuera también nieto de Jorge Elecer Gaitán. No, esa no fue una historia de amor… Yo se lo dije.